El valor de tu nombre

A un ejecutivo muy capaz su comportamiento irascible en la cancha de tenis le costó perder una buena posición en la que estaba muy interesado. Su reputación de mal perdedor llegó a oídos de quienes lo querían contratar y fue suficiente para que desistieran de hacerlo. “¿Qué tiene que ver una cosa con otra?” preguntó. Le explicaron que uno es el mismo aunque esté en entornos diferentes, y que por ello optaron por otra persona con una conducta más consistente y confiable. Le costó aceptarlo.

A otro profesional, su fama de no ser muy trabajador ni dedicado le costó mucho en términos de empleablidad. Trató de cambiar su imagen desde afuera, siguiendo ciertas pautas de conductas “aceptadas” y aprendió a “venderse” bien, pero no cambió realmente su forma de trabajar, ni se preocupó por contribuir al resultado o de generar logros. No cambió sus valores. Se olvidó de que la imagen no es sino el reflejo de la actitud con la escogemos vivir y que la verdad siempre se sabe. ¡Aún sigue cambiando de trabajo, involuntariamente, cada dos o tres años!

Un personaje público sintió que el poder que ostentaba lo ponía por encima de toda norma ética válida para otros y que podía actuar con impunidad sin que eso afectara su imagen o reputación. Dejó de lado su integridad, especialmente para con su familia, sintiéndose por encima del bien y el mal. Creyó, con arrogancia, que podía exhibir distintos valores según el ámbito o la situación sin que nadie se diera cuenta. Se olvidó de que la mala fama cruza sectores, ámbitos y trasciende épocas, y que lo incorrecto siempre salta a la luz. Se sorprendió cuando empezó a perder su prestigio, el respeto de sus amigos y el valor de su palabra.

Todos sabemos el esfuerzo y el tiempo que toman labrarse una buena reputación, un buen nombre y, sobretodo, una palabra que vale y es reconocida como seria. Ese prestigio personal abre puertas y genera credibilidad y confianza: es la base de la empleabilidad, del éxito en los negocios duraderos y socialmente responsables y de las relaciones personales a todo nivel.

Sabemos que la buena reputación es siempre bien ganada, no acepta atajos, exige esfuerzo honesto y muchas veces sacrificio. Y que el buen nombre se sostiene en el tiempo en base a integridad, ética y valores fundamentales en todos los aspectos de la vida, sin excepción.

Para mantener una buena reputación no hay que ser infalible ni mucho menos un santo, pero si uno se equivoca, o lo hizo en el pasado, es importante rectificar y enmendar errores con humildad, autenticidad y una franca actitud de aprendizaje. El trabajo serio y muy profesional, la honestidad a prueba de balas, el estricto respeto a nuestra palabra y la integridad de nuestros actos en todos los ámbitos en los que nos movemos, son el único camino para lograr una buena reputación en el tiempo.

A nadie le gusta enterarse de que no goza de buena reputación: vale la pena sondearla de cuando en cuando y, sobretodo, ¡asegurarse de merecerla! Siempre es más fácil culpar a los demás de ser celosos, egoístas o envidiosos. Obviamente, uno no le puede caer bien a todas las personas ni podemos esperar que todos nos aprecien como sentimos que merecemos, pero la responsabilidad de una buena reputación es nuestra y de nadie más! Sin excusas.

Fuente: El Comercio/25-03-2008



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